Miguel Delibes, el mejor escritor agrarista del último siglo. Por Jaime Lamo de Espinosa

Su vida está hoy compendiada con muchas de aquellas palabras perdidas y numerosos objetos de la vida rural cotidiana de aquella Castilla, en una notable exposición en la Biblioteca Nacional de Madrid, en recuerdo de Delibes y del centenario de su nacimiento.

Miguel Delibes, el mejor escritor agrarista del último siglo. Por Jaime Lamo de Espinosa

Jaime Lamo de Espinosa, director de Vida Rural.

Querido lector:

Escribo el mismo sábado 17 de octubre para intentar, pluma en mano y con estas lí­neas, unirme a la vida y muerte de aquel gran vallisoletano que fue Miguel De­libes Setién, que nació en esa fecha, ahora hace 100 años, a quien mucho leí y admiré, y que, probablemente, representa el mejor y más fascinante escritor agrarista que hemos tenido en el último siglo. Un hombre cuyos estímulos constantes para su actividad fueron siempre, según afirmó él mismo, la infancia, la muerte, la naturaleza y el prójimo.

Era yo muy joven, corría el año 1965, y con la carrera de ingeniero agrónomo re­cién terminada, trabajando para concentración parcelaria tuve que pasar casi medio año recorriendo las tierras de Castilla y León, lo que llamábamos entonces la Alta Me­seta, estudiando la agricultura y la demografía de aquellos lugares, de aquellos pueblos que ya empezaban a consumirse. Y tuve así que caminar, conocer y estudiar al tiempo aquella agricultura, entonces decadente, que luego quedaría plasmada en numerosos famosos y fantásticos libros de nuestro autor: “Viejas historias de Castilla la Vieja” –que, con Isidoro su labriego protagonista que se urbaniza, fue mi libro de ca­becera en aquellos viajes–, “Castilla, lo castellano y los castellanos”, etc.

Yo conocía ya muy bien las obras de Jovellanos o de Joaquín Costa, referidas a las agriculturas del XVIII a principios del XX, pero Delibes –junto a Machado– me abrió el panorama de una Castilla de pleno siglo XX, con una emigración creciente y un progresivo abandono de pueblos y aldeas, una Castilla para mí muy poco conocida entonces y que, sin embargo, con el tiempo acabó formando par­te profunda de mi visión agraria de Es­paña. Eran entonces aquellos pueblos de al­calde, maestro, escuela, médico, farmacéutico y cura, Bienvenido Mr. Marshall, y campanas… a sus horas.

Cuando ahora hablamos de la España vaciada y yo reclamo una y otra vez, la última hace un mes en la lección magistral de apertura del curso de las universidades es­pañolas, que es necesario recopilar el léxico que se nos está perdiendo día a día con el abandono de la actividad agraria y de tantos pueblos y aldeas castellanas, de la Se­rranía Celtibérica y de toda España, no hago en el fondo sino repetir y recordar aquello que el maestro Delibes nos pedía ya en su libro sobre Castilla y los castellanos. En sus páginas nos aparecen miles de re­franes, casi tantos como los que fueron más tarde compendiados en el famoso libro de Nieves de Hoyos Sancho.

Delibes, como todo el mundo sabe, era un gran cazador. Hoy viviría y vería con de­sesperación los furibundos ataques que se realizan en una actividad intrínsecamente agraria y explícitamente necesaria y que apor­ta ingresos y renta a la actividad de tantos y tantos hombres y mujeres rurales. Pero era cazador de camino, bota, escopeta y zurrón, cazador de una agricultura y una naturaleza sostenible. Y fue, no se le puede negar, un gran ecologista, amante del medio ambiente, protector de especies en extinción como lo demuestran sus varios libros consagrados a la caza, como “El libro de un cazador” o “Diario de la caza menor”, entre otros.

En ellos nos habla de fanegas, celemines, espigas, plañideras, jorcos, fuentes, ca­rrizos, ribazos, embardados, calinas, te­sos, y tantas y tantas palabras que se nos han perdido y frente a las que me resisto a que pasen sin constancia alguna al baúl de los recuerdos. Hoy, para reencontrarlo, hay que leer a Abel Hernández, en sus magníficos libros sobre Sarnago, su viejo pueblo na­tal soriano hoy desaparecido, para en­contrar expresiones semejantes que describen la vida cotidiana de una España rural ya inexistente. Abel Hernández es otro De­libes posterior, con las mismas añoranzas y la­mentos que aquel, su maestro. Me trae también al recuerdo la vida de otro hombre, vinculada al mundo rural a través de la na­turaleza, al que traté y admiré mucho, como fue el tristemente desaparecido y llorado Félix Rodríguez de la Fuente.

Delibes no solo cantó melancólicamente Castilla, no solo recorrió sus campos, sus senderos, sus ribazos, sus colinas, sus puen­tes, sus viejas iglesias y castillos, sino que luchó por ello y así, cuando en 1963 era director del Norte de Castilla, y defendía desde el periódico la agricultura castellana y sus hombres sufrientes por el bajo precio del trigo de entonces, regulado por las im­portaciones de choque y controladas por el famoso Servicio Nacional del Trigo (SNT), él también sufrió persecución por esa denuncia constante, lo que le llevó a cesar como director del periódico.

Tuvo una vida apasionante. Voluntario en el crucero Canarias durante la guerra civil española, abogado, periodista, catedrático de Derecho Mercantil, premio Nadal en 1947 con su obra “La sombra del ciprés es alargada”, premio Nacional de las Letras, premio Príncipe de Asturias, premio Cervantes, premio Fas­ten­rath, Doctor Honoris Causa por diversas universidades nacionales y extranjeras, miembro de la Real Academia Española desde 1973, etc. Podría seguir durante muchos párrafos narrando el re­lato de su apasionante vida llena de contribuciones literarias y de inteligencia.

Su vida está hoy compendiada con muchas de aquellas palabras perdidas y numerosos objetos de la vida rural cotidiana de aquella Castilla, en una notable exposición en la Bi­blioteca Na­cional de Madrid, en recuerdo de Delibes y del centenario de su nacimiento. Allí podemos encontrar el lenguaje, los motes, las pa­la­bras, las canciones, los refranes, los objetos, en suma la quintaesencia de una vida admirable que se fue y que no volverá.

En sus libros, en sus páginas, nos describe los caballos, los burros, los corderos y las ovejas, las liebres, las aves de presa, los pájaros, las gallinas y los corrales, las viñas, los cereales, las encinas, la vida de los pastores, la labranza, el laboreo, las mulas que tiran de los viejos arados de vertedera, los carromatos, los trillos, las horcas, en suma, el viejo mundo rural ya perdido. Y los personajes de sus novelas definen su propio mundo y el del momento en que están escritas, Isidoro es el comienzo del abandono de la Vieja Castilla; Daniel, el mochuelo, son los años 50 en aquellos parajes y en la ciudad; el Nini es la denuncia de la situación del campo al principio de los 60 que luego le costaría su cese, una situación que cambiará más tarde en virtud de los Planes de Desarrollo; Azarías, al que todos hemos visto en “Los santos inocentes” encarnado por Paco Rabal con su “milana bonita”, nos explica el pobre y tosco campesino frente a un cacique sin entrañas y cruel. Y así, todos ellos nos van reflejando el mundo campesino de Delibes que siempre es ese mundo rural que él conoce tan bien por sus largos paseos, escopeta en mano a la busca y captura de una escurridiza liebre o de una rápida perdiz.

Alguien, no recuerdo ahora quién, escribió con acierto que la obra de Delibes es un “llanto por Castilla” y tenía razón. Si la diosa Demeter, en la mitología griega, llamada también Ceres en la romana, hubiera existido, nadie como ella para acoger a De­libes y dialogar noche tras noche sobre el cereal, los cultivos, la caza y la naturaleza de su vieja Castilla perdida y llorada.

Un cordial, y hoy triste y apesadumbrado, saludo.

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