Matar el hambre o matar de hambre

Matar el hambre o matar de hambre

Por Miguel Ángel Mainar Jaime

No, no es lo mismo, evidentemente. Matar el hambre es el primer objetivo del ser humano en cuanto pone el pie o el llanto en este mundo. Es el fin inmediato, ancestral, que arrastra como un castigo hasta que se asegura el alimento; el diario, el estacional o el generacional, según el grado de desarrollo que alcance la sociedad en la que le toque vivir.

Ese propósito primigenio ha dado lugar a lo que hoy denominamos seguridad alimentaria y consideramos un triunfo colectivo. Los que lo disfrutamos hemos superado los distintos estadios y tenemos el alimento asegurado en términos generacionales. Y no solo el alimento, sino su abundancia y su seguridad también en términos de salud.

Pero no somos todos. El hambre sigue arañando las entrañas de decenas de millones de personas y recordándonos, cuando le hurtamos unos minutos a esa otra conquista colectiva que es el entretenimiento, que aquel primer objetivo todavía no se ha conseguido. No porque no sea posible, sino porque, en realidad, a estas alturas del tiempo, lo que hemos hecho ha sido fracasar.

Hace mucho que la humanidad maneja las herramientas con las que se podría erradicar el hambre. Es más, cada día son más eficaces, más poderosas y más productivas, lo que nos sitúa, a los satisfechos (lógicamente no a los menesterosos) en el lado de la inmoralidad por no haberlas usado correctamente. Suena fuerte, incluso injusto: ¿inmoral yo, que madrugo todos los días y me dejo la piel en el trabajo para llevar el pan a casa?

Pero así es. De todas la situaciones que podrían calificarse de inmorales, el hecho de que la sociedad del bienestar tenga en torno a sí abundantes bolsas de penuria y hambre es la más palmaria. Invisible porque estamos entretenidos con otras cosas y porque la convivencia con la carestía la hace pasar inadvertida, como la mugre acumulada en el quicio de las puertas que se atraviesan a diario. Invisible, pero palmaria.

Sin embargo, todavía puede ser peor, todavía se pueden subir algunos peldaños y pasar de la inmoralidad a la ignominia e incluso (quién sabe, algún día un tribunal lo dirá) al delito o al crimen de lesa humanidad. Es lo que ocurre cuando tu objetivo no es matar el hambre, sino matar DE hambre.

Como simple consumidor de telediarios, mi interpretación de lo que ocurre en Gaza podría ser, por supuesto, incompleta, errónea y desequilibrada. Pero creo en la palabra de la ONU a pesar de la palabra de Donald Trump, o quizá gracias a esta.

Y la ONU ha declarado la hambruna en Gaza, ha dicho que es “un desastre provocado por el hombre” y ha afirmado asimismo que se trata de un “colapso deliberado” de los sistemas necesarios para la supervivencia humana. Señala que Israel tiene la obligación de garantizar el suministro de alimentos, pero que la hambruna es “promovida”, precisamente, por líderes israelíes como arma de guerra. Y su alto comisionado para los Derechos Humanos, Volker Türk, asevera que es una “consecuencia directa” de las políticas del gobierno israelí. Advierte, a continuación, que “es un crimen de guerra utilizar la inanición como método de guerra”, y que las muertes resultantes “también podrían constituir el crimen de guerra de homicidio intencional”.

Quizá sea posible entretener la conciencia para convivir despistadamente con una vieja inmoralidad que es parte del paisaje como lo es el vecino de enfrente, pero no reaccionar frente al ultraje y la humillación, puede que el crimen, de escandalosa presencia diaria, que usa el alimento como arma de guerra, es algo que el sector agroalimentario, si tiene escrúpulos, no puede pasar por alto.

Mancillar con hambre a la población gazatí o a cualesquiera otra es una injuria contra la que un productor de alimentos no puede permanecer impasible, porque mancilla un oficio que si con algo ha de ser intolerante es con el hambre. Matarlo es la sagrada misión de este gremio.

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