El fuego visible y el que arde en silencio

El fuego visible y el que arde en silencio

Por: Bernardo Ferrer, Presidente de Fuvama.

Dolor, rabia, impotencia. Eso fue lo que sentí al escuchar hace unos días a un ganadero, en una entrevista televisiva, lamentar cómo la dejadez en el cuidado de los montes favorece la propagación de los incendios. Ver morir a su ganado, ver arder sus casas y sus campos, no es solo su tragedia: es la nuestra.

Pero el fuego que devora al sector agrario y ganadero no se limita a las llamas del verano. Desde hace décadas arde otro incendio, menos visible pero igual de devastador: el del abandono político. Y aquí no caben excusas ni ideologías, porque todos los gobiernos, unos por omisión y otros por acción, han contribuido a arrinconar a quienes producen nuestros alimentos y custodian el territorio.

El cinismo es tan evidente que parece que todo estuviera diseñado para llegar a este punto. Los intereses de unos pocos se imponen mientras los agricultores y ganaderos asumen las pérdidas. Al final, la factura la pagará la sociedad entera. Porque, seamos sinceros, ¿quién no tiene un abuelo, un bisabuelo o algún familiar que alguna vez trabajó la tierra o cuidó un rebaño? La prosperidad de hoy se levantó sobre el sudor de ayer, pero la memoria se borra rápido cuando resulta incómoda.

Las cifras lo confirman: en los últimos treinta años las políticas agrarias han conducido a la desaparición del tejido rural. España lidera el abandono de explotaciones en Europa, el relevo generacional es prácticamente inexistente y la mancha de cultivos perdidos se extiende por todo el territorio. Pueblos vacíos, campos abandonados, ganado sacrificado. Ese es el paisaje de un fracaso que avanza sin freno.

Mientras tanto, buena parte de la sociedad sigue sin comprender que quienes nos alimentan y gestionan el territorio son un pilar estratégico para el país. La soberanía alimentaria no es una consigna romántica, es una cuestión de supervivencia. Depender de terceros para comer es hipotecar el futuro de nuestros hijos.

Lo paradójico es que muchos de los dirigentes que hoy legislan provienen de familias que ordeñaron vacas, cultivaron trigo o sembraron tomates. Pero parece que el poder borra la memoria y adormece la conciencia. Bien les haría escuchar a quienes, en medio de la adversidad, siguen reclamando un futuro digno para el campo.

El ganadero que hoy entierra a sus reses volverá mañana a criar otras. Los prados reverdecerán y la vida continuará, aunque las ayudas lleguen tarde o nunca. En los despachos, sin embargo, persistirá el cinismo de quienes evitan comprometerse con un plan real para un sector que es, en definitiva, la semilla de la supervivencia de toda la nación.

Porque lo que está en juego no es solo el futuro del campo, sino el de toda la sociedad. Los agricultores y ganaderos no piden caridad: exigen justicia y visión de Estado. Si los gobernantes no lo entienden, nos arrastrarán a todos hacia el mismo incendio.

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